martes, 15 de febrero de 2011

Durango, santuario

La impunidad es un mal extendido por toda la república. Pero en Durango esa lacra adquiere honduras inadmisibles. El fiscal general del estado, Ramiro Ortiz Aguirre, dijo hace poco que en esa entidad “se secuestra hasta por una vaca”. Si lo comentara un ciudadano en una charla de café se comprendería una descripción así de cruda, muestra de una realidad frente a la que nada puede hacerse. Pero lo dijo el responsable de perseguir el delito, el Jefe del Ministerio Público. Lo dijo como quien ve llover y no se moja.

Practica lo que dice, además. Es decir, no se inmuta ante los secuestros. El 30 de septiembre pasado, cuando aún era procurador (se convirtió en Fiscal General el 15 de octubre siguiente), recibió en su oficina al Alcalde y al Síndico del municipio de Nuevo Ideal, que acompañaban a Hilda Valenzuela. Con el apoyo de los funcionarios, ella denunció el secuestro de su hermano, secuestrado una semana antes, el 23 de septiembre. Ella misma y su padre, Leopoldo Valenzuela Escobar, sabían donde estaba la víctima, por cuyo rescate pedían diez millones de pesos. “El Procurador le dice que no va a arriesgar a sus policías sin antes hacer una investigación. El Alcalde y el Síndico tratan de convencerlo, pero Ramiro Ortiz los corre: ¿Qué no entienden?, les gritó mientras se retiraba” (Proceso, 13 de febrero).

Minutos después del secuestro, Valenzuela Escobar y su hija pidieron auxilio en el retén de 20 soldados que está a un paso de la refaccionaria de don Polo, como se conoce al padre de la víctima, de igual nombre y llamado Leo. Los soldados no hicieron caso. Nadie se haría cargo del asunto, ni autoridades locales ni federales. Peor aún: el Ministerio Público local hizo saber a los secuestradores las diligencias que don Polo realizaba para rescatar a su hijo. Policías judiciales levantaron a varios de los señalados por el angustiado padre, para extorsionarlos: “Les dijeron que yo los había acusado, incluso les enseñaron el expediente”, dijo don Polo en la redacción de la revista Proceso, en la ciudad de México, el lunes 30 de enero. Uno de los secuestradores, vecino y conocido de la familia Valenzuela, se quejó: “don Polo nos está echando de cabeza”, y aclaró que se lo habían informado “en la Procuraduría”. En la redacción del semanario, al relatar esta parte, don Polo anticipó: “¿Entienden lo que quieren esos desgraciados? Lo que quieren es que me den en la madre…, que me maten Y muerto, se acaba todo”.

El viernes 4, don Polo fue asesinado. “Venimos por ti, compa’, gritaron los hombres vestidos como soldados mientras con los cuernos de chivo le apuntaban… Él se quiso defender, sacó su pistola, pero los tiros de los AK-47 lo abatieron. Murió minutos después de llegar al hospital.”. Valenzuela Escobar se convirtió así en otro justiciero ejecutado. Como doña Josefina Reyes y doña Marisela Escobedo, en Chihuahua, era un buscador de justicia al que mataron para frenar la indagación sobre su hijo, de quien no supo más a pesar de que pagó medio millón de pesos, y que hasta la fecha no aparece.

Al fragor de las campañas por la gubernatura duranguense, el año pasado, el candidato de la coalición opositora, José Rosas Aispuro Torres denunció repetidamente la complicidad del gobernador Ismael Hernández Deras con la criminalidad a que le tocaba combatir. No habló sólo de negligencia o incapacidad para enfrentar a homicidas y secuestradores que proliferaban en el estado, sino directamente de asociación con ellos. Con base, según dijo, en testimonios de personas secuestradas y dejadas en libertad tras el pago de un rescate, dinero de ese modo obtenido se aplicó a la campaña de Jorge Herrera Caldera, que venció al denunciante y es ahora el gobernador. Hernández Deras se indignó tanto con el señalamiento del candidato opositor que, concluido el proceso electoral lo demandó civilmente por daño moral. Lo hizo cómodamente, ante la justicia local, para asegurarse un fallo favorable.

Su sucesor y heredero no muestra mayor aptitud ni disposición para contener la violencia criminal en esa entidad. Al comienzo de este año un comando de sesenta hombres asaltó la comunidad de Tierras Coloradas, en el municipio de El Mezquital. Los invasores, en represalia porque algunos de ellos fueron perseguidos por los lugareños tras cometer un asesinato allí mismo el 28 de diciembre, incendiaron cuarenta viviendas, veintisiete vehículos y una escuela. No se sabe nada hoy mismo, de los delincuentes que obraron de esa brutal manera, a pesar de que el traslado de esa cantidad de personas armadas no debería pasar inadvertido. Sólo la semana pasada, cuarenta días después de la infame tropelía, el Gobernador estuvo en Tierras Coloradas, para anunciar la reconstrucción de las casas destruidas. Ese es, dijo autocomplacido, “el lado bueno” del suceso atroz.

Herrera Caldera estuvo en El Mezquital sólo unas horas. De haber prolongado su estancia, se hubiera tal vez topado con un tiroteo en la comunidad de San Manuel, apenas a 25 kilómetros de Tierras Coloradas. Al parecer se trató de un enfrentamiento entre bandas rivales, que causó una gran matazón. Se difundió inicialmente la noticia de que había veinte personas asesinadas. Pero hasta ahora la cifra se ajustó a la baja. Con imprecisiones, la fiscalía a cargo de Ortiz Aguirre reporta que fueron siete u ocho. Ha de suponerse que la disminución del número de víctimas hace menos importante el acontecimiento. Los violentos, en ese santuario que es Durango, gozan de impunidad de todas maneras.