domingo, 16 de enero de 2011

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A las quince mil doscientas setenta y tres personas asesinadas en 2010 en relación con la delincuencia organizada hay que agregar las quinientas siete más que en la primera quincena (incompleta, porque falta la cifra del sábado 15) fueron ultimadas según el Ejecutómetro del diario Reforma. El número de las víctimas del año pasado fue ofrecido por Alejandro Poire, el vocero federal en materia de seguridad, quien también hizo la suma de los homicidios cometidos por la delincuencia organizada o caídos en la guerra gubernamental contra las bandas o tomados para su infortunio entre dos fuegos sin tener relación alguna con quienes los disparan: son ya treinta y cuatro mil seiscientos doce a lo largo de los cuatro años de la administración Calderón.

 ¿Guerra, dijimos? Muchos factores muestran que la hay. No es, por supuesto, una guerra convencional, en que dos o más ejércitos combaten en pos de objetivos declarados y en donde los mandos tienen claros sus objetivos y se encaminan a través de diversas estrategias y tácticas a alcanzarlos. Lo que hay en México es una matazón de enormes proporciones, practicada en batallas en que los combatientes pelean en frentes diversos. Para efectos técnicos merece el calificativo de guerra, según la metodología de la Universidad de Heildelberg, que desde hace años elabora un Barómetro de conflictos, en cuya versión 2010 considera que en nuestro País se libra “la primera guerra en el continente americano desde 2003.” Es un conflicto similar al que padecen países asolados por la destrucción bélica como Afganistán, Iraq, Paquistaní, Somalia y Sudán. Este último País, por cierto, se halla en el trance de dirimir por vía pacífica los litigios interiores que la han llevado a la guerra, mediante un referéndum que determine la independencia de la porción sur, que se sienten oprimidos por los norteños.

Llamar guerra a los cruentos enfrentamientos que todos los días privan de la vida a decenas de personas, o denominar de otra manera el fenómeno tendría importancia únicamente para el análisis. Pero al negar el jueves pasado que él haya bautizado como guerra a su estrategia de combate al crimen organizado coloca al tema en una categoría política, concerniente a la credibilidad de las afirmaciones de los gobernantes y a su capacidad de comunicación con los gobernados.

El miércoles doce reinició la Presidencia la serie de Diálogos para la seguridad a que Calderón convocó el año pasado. Recomenzar esa práctica parece redundante, pues se repite el esquema y aun la lista de invitados, lo que hace predecible el resultado, que no es otro que la reiteración presidencial de “!no hay más ruta que nuestra!”, en la que se atrinchera para eliminar cualquiera otra alternativa de lucha contra la delincuencia organizada que no se base en el combate armado con la participación de fuerzas federales.

Una voz nueva en ese espacio, la del presidente del Consejo Cívico e Institucional de Nuevo León, Miguel Treviño de Hoyos instó a su principal escucha a ejercer a plenitud su papel como Comandante Supremo, ya que “eligió usted el concepto de guerra para definir lo que estamos viviendo”. Como si se tergiversara su actitud, Calderón negó de inmediato haber usado la palabra guerra en ese caso: “Yo he usado permanentemente el concepto lucha” y hasta invitó a Treviño de Hoyos a revisar “todas mis expresiones públicas y privadas” para comprobar que no usa el término guerra: “Yo no lo elegí”.

Su abrupta reacción colocó en posición frágil al Presidente, porque niega hechos evidentes y documentables. No sólo usó en diciembre de 2006, en Michoacán, lanzar la primera Operación conjunta de militares y policías contra la delincuencia organizada una gorra y una casaca en la condición que le fue recordada, de Comandante supremo, sino que apenas seis semanas después, el 28 de enero de 2007 dijo en Madrid que había tomado “la iniciativa de una guerra que será larga, difícil y costosa, pero que ganaremos” y ha insistido en usar el término por lo menos en media docena de ocasiones” (Reforma, 13 de enero)

Pareció que Calderón negaba su paternidad en la definición del combate a la delincuencia organizada para eludir la responsabilidad que le cabe en que haya fallado su augurio de victoria. Pero no fue así. Coincidió con el dirigente civil regiomontano al reconocer que “la legitimidad del Gobierno radica en la medida en que actúe conforme a la ley”.

Allí está el quid del asunto. El Estado mexicano, con el Gobierno federal a la cabeza, ha librado una guerra infructuosa y además ha sido incapaz de frenar la efusión de sangre causada por las violentas querellas de los grupos organizados. Según las cuentas de Alejandro Poiré, 89% de los quince mil doscientos setenta y tres muertos del año pasado, el 89% (según mis cuentas 13,594) de esa cifra corresponde a víctimas de la disputa armada de las bandas de la delincuencia organizada.

Nos preguntamos cómo se identifica a las personas incluidas en esa cifra. Supongo que no portan credenciales que los acreditan como miembros del cártel de Sinaloa, o de ‘Los Zetas’, o de ‘La Familia Michoacana’. Es de suponerse que la mayor parte de ellos sea incorporada a ese número porque los modos de ejecución o mensajes los identifican. O simplemente porque las autoridades que levantan los cadáveres determinan que aquella es su condición. Esa circunstancia abre la posibilidad de que muchas víctimas “civiles”, como se les llama en la terminología oficial, o sea personas que nada tenían que ver con las batallas intestinas o las del Gobierno contra la delincuencia organizada pasen a formar parte de aquel total.

Cualquiera que sea la índole de las víctimas, al privarlas de la vida se cometen delitos que no son perseguidos ni castigados y por ello proliferan. Aunque el vocero Poiré se regodea en análisis socioestadísticos donde se encuentra lo que se quiera, lo cierto es que hay una tendencia al alza en la comisión de estos asesinatos, lo cual es parte de una espiral envenenada pues más crímenes sin castigo generan más crímenes.

A esa responsabilidad del Estado mexicano, la de impedir la multiplicación del delito mediante su adecuada persecución, alude la campaña de “moneros”, como se llaman a sí mismo los caricaturistas que han propuesto practicar una forma de protesta social con lemas equivalentes como “No más sangre” o “Basta de sangre”. La campaña se refiere también explícitamente a la guerra declarada por Calderón, con ese nombre o con otro, pero con participación de las fuerzas armadas federales, lo que le da un inequívoco tono bélico. Criticar la estrategia del Gobierno, y aun demandar su suspensión no implica en modo alguno complicidad con las bandas que son el blanco de esa actuación gubernamental. Se trata sólo de poner en evidencia el elevado costo que significa el derramamiento de sangre frente a los estériles resultados obtenidos en la reducción del narcotráfico.

Subyace en la actitud negligente del Gobierno federal frente al crecimiento del número de víctimas una convicción esencialmente contraria a los derechos humanos. Sin decirlo, se aprecian las ejecuciones resultado de enfrentamientos entre las bandas porque su resultado es el de propiciar la limpieza social, semejante a la limpieza étnica practicada en otros países: “que se maten entre ellos está bien” parece ser el trasfondo de esta doctrina que ningún Gobierno democrático puede permitirse ni permitir.

Abstenerse de aplicar la ley y de perseguir grupos armados genera un estado de indefensión en poblaciones enteras, sujetas al riesgo de ataques sin explicación inmediata. En por lo menos dos comunidades serranas de Durango, San Francisco de Ocotlán y Tierras Coloradas han sido atacadas con gran violencia por tropas que se proponen destruir, matar y aterrorizar. En Tierras coloradas un comando de sesenta hombres destruyó 40 viviendas y una escuela, así como 27 vehículos. Fue una suerte de represalia porque agresiones anteriores fueron repelidas por los pueblos mismos, ante la ausencia de la autoridad.

El alcalde Faustino Reyes Flores pretendió aprovechar una visita del secretario de Gobernación a la capital de su estado, para denunciar los hechos. No consiguió hacerlo. No fue recibido por Francisco Blake Mora y ni siquiera pudo acercarse a él.

El funcionario había llegado a participar en una reunión denominada Comunidades seguras.