jueves, 14 de julio de 2011

El turno de Michoacán.

Exactamente cuatro meses antes de las elecciones para renovar el Poder Ejecutivo local, mil 800 miembros de la Policía Federal llegaron a Michoacán para, según se anuncia, combatir a Los Caballeros Templarios, el grupo delincuencial que ha reemplazado a La Familia Michoacana. Según el Gobierno federal, esta organización ha quedado diezmada. Además de la muerte de Nazario González, llamado “El Chayo” (más hipocorístico que apodo) y la captura de José de Jesús Méndez, motejado “El Chango”, en los años y meses corridos desde diciembre de 2006, fueron detenidos más de 700 miembros de La Familia. No se informa cuántos de ellos fueron llevados a proceso y cuántos fueron sentenciados.

En Michoacán comenzó en aquella fecha, apenas unos días después de la toma de posesión de Felipe Calderón, la actuación del Ejército, en combinación con las fuerzas de seguridad locales. El hecho mismo de que el refuerzo de la presencia federal, con casi 2 mil hombres más, se concentre en Apatzingán y en el resto de la Tierra Caliente habla del fracaso de la guerra a balazos. Lo mismo dice la sustitución de La Familia por Los Templarios, que bien podría ser no una división que deriva en enfrentamiento sino una estrategia de esa banda para embozarse y evitar la captura de Servando Gómez, apodado “La Tuta”, sobre el cual van los efectivos llegados a Michoacán. Todos esos hechos comprueban lo bien sabido: que la delincuencia organizada es una hidra de mil cabezas a la que no basta cortar de tajo algunas de ellas porque de ese modo no se le priva de la vida.

El arribo de la Policía Federal significa en más de un sentido un regreso al comienzo, aunque cambien los uniformes de los encargados de brindar seguridad a los michoacanos. La misma expectativa generada deliberadamente por el Gobierno federal en 2006 es la que acompaña cuatro años y medio después a este refuerzo.

Pero, por ello mismo, es difícil que el augurio de días mejores por la reforzada presencia policial, suscite confianza en la población, que en ese lapso ha sufrido estremecimientos como el ataque con granadas a la multitud reunida para festejar el Grito en 2009 y la acumulación de muertes con violencia ocurridas día tras día.

Una circunstancia agrava el panorama: la permanente tensión entre el Gobierno federal y el local, que se expresó en la fallida operación ministerial conocida como “michoacanazo”, consistente en la captura de más de 30 alcaldes y funcionarios estatales y municipales, incluido el procurador de Justicia del Estado. Ninguno de ellos quedó preso, pues fueron frágiles las evidencias reunidas por la Procuraduría General de la República y los jueces no pudieron iniciar procesos en su contra (si bien ellos sufrieron las invectivas del presidente Calderón por su presunta lenidad).

Calderón marcará con su sello, indefectiblemente, la temporada preelectoral que ya está en curso. Su hermana mayor Luisa María, que se radicó en Morelia con el fin expreso de contender por la gubernatura, lo representará en el proceso electoral, quiérase que no. Es verdad que ella ha tenido una carrera política propia pero en las actuales circunstancias quien compite por la candidatura dentro del PAN y disputará el gobierno a otros candidatos, no es la ex senadora Calderón, sino la hermana del presidente de la República, que con su apoyo aspira a hacer realidad el propósito que el propio Felipe Calderón forjó en 1996 cuando aspiró, en muy otras condiciones, adversas las más de ellas, a gobernar a sus paisanos.

En razón de su parentesco, la futura candidata panista (formalizará esa su condición en unos días más) cuenta con escolta del Estado Mayor Presidencial. Ese convincente signo exterior de poder (aunado a otros mecanismos de mayor efectividad) modelará la opinión de muchos panistas y votantes, lo que introduce un factor de inequidad en la competencia.

No es seguro que el joven senador Marko Cortés se avenga sin más a esa ventaja de su oponente en la contienda interna. No llegará a una fractura, pero sí tal vez a una retracción de los panistas que se sientan maltratados desde el poder ejercido por su propio partido. En cambio, una sombra de división más concreta se cierne sobre los partidos llamados de izquierda, que no tienen resuelto si se unen y en torno de cuál candidato.

El PRD, al que pertenece el gobernador Leonel Godoy, eligió hace dos semanas al senador Silvano Aureoles como su candidato. Pero su principal oponente, Enrique Bautista presentó más de 700 recursos de inconformidad en un universo de casillas apenas un poco mayor, que están en curso ante los órganos internos del partido, pero parecen haber afectado ya la integración de la alianza que permitiría al PRD mantener el poder. Aunque alega insatisfacción con la forma en que se componen las planillas de candidatos (pues el 13 de noviembre habrá elecciones generales), el Partido del Trabajo quizá expresa con su renuencia el rechazo de Andrés Manuel López Obrador a la candidatura de Aureoles, similar al que lo condujo a auspiciar fallidas candidaturas en Nayarit y Coahuila.

Debido a la persistencia gubernamental en una estrategia que produce resultados sólo aparentes, que dan lugar a la renovación de los cuadros delictivos, y la reactivación del desafío delincuencial, el proceso electoral se desarrollará en el ambiente menos propicio. Toca a los partidos contribuir a que se alivien las tensiones presentes, mediante una participación que oriente a los ciudadanos, en vez de disgustarlos más de lo que están.