domingo, 11 de septiembre de 2011

Contra la violencia, cada uno a su modo

Cada quien enfrenta la violencia y la inseguridad de modos distintos. Unos son eficaces, es decir aminoran o suprimen esos flagelos de la sociedad. Otros son ineficaces, al punto de que logran un efecto contrario al que proclaman.


Un día como hoy, el once de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas de Chile agredieron con saña a su propia población, para derribar a un régimen elegido constitucionalmente y que fue convalidado en el Parlamento por la segunda fuerza política de ese país, que se avino al resultado de las urnas. Pero la presión castrense indujo a esa fuerza a volverse contra sí misma, y a sumarse el vano intento de destruir al enemigo interno. La capacidad destructiva de los militares no logró, sin embargo, arrancar la raíz de la democracia electoral chilena. Retrasó, eso sí, casi dos décadas de vida civilizada, y consiguió establecer reglas que siguen vigentes en perjuicio de la sociedad. Chile tiene el peor sistema de financiar la educación pública superior, que excluye de sus beneficios a buena parte de la juventud. Durante diecisiete años la dictadura asesinó e hizo desaparecer a cientos de miles de chilenos, y a otra amplia porción le negó el derecho de vivir en su propio suelo.

El once de septiembre de 2001 la violencia, letal e inesperada, cayó desde lo alto sobre los símbolos del poder norteamericano. Dos aviones destruyeron las Torres Gemelas en Nueva York, y uno más intentó destruir el Pentágono, el principal centro del mando bélico de Estados Unidos. Inmediatamente perdieron la vida en esos atentados tres mil personas, pero la secuela mortal de los ataques se multiplicó muchas veces. En encolerizada protesta por esta agresión en su propio suelo, la primera padecida por Estados Unidos, y alegando que habían perdido la vida personas inocentes, lo que era verdad y reclamaba justicia, Washington buscó procurársela de propia mano. Lanzó una desproporcionada ofensiva contra Afganistán, suponiendo que de ese modo castigaría a al Qaeda, el grupo terrorista dirigido por Osama bin Laden, a quien imputó la agresión. Años después, motivado por razones que nada, o poco, tienen que ver con la derrota del terrorismo, el presidente Bush invadió Iraq, donde si bien acabó con la dictadura de Saddam Hussein, no logró establecer la democracia, ni siquiera al modo en que se practica en Estados Unidos. Ha logrado, en aquellos lejanos parajes, causar la muerte de cientos de miles de personas, a las que ni siquiera cuenta con precisión, pues de trata de muertos nativos, cuyas vidas carecen de importancia desde la visión de Washington.

¿El despliegue militar norteamericano hizo disminuir el peligro terrorista, aunque su costo fuera alto? No. Apenas hace unos meses Washington localizó, no en Afganistán o Iraq, a los que devastó con ese propósito, sino en Paquistán, su aliado, a Bin Laden. Lo mató en su céntrico refugio y lanzó su cadáver al mar. No lo condujo a un tribunal de crímenes contra la humanidad, pues la medida justiciera, única que diferenciaría de fondo al verdugo de la víctima, colocaría al jefe terrorista, pariente de la casa real saudita, cuyos miembros son a su vez socios en los negocios petroleros de los Bush, en un escaparate peligroso, ideal para la propaganda norteamericana.

La persecución a Bin Laden, y su muerte ahora, no ha hecho disminuir el peligro terrorista. Y en cambio la guerra en su contra empobreció a la mayor parte de la sociedad norteamericana. Los despliegues de tropas han sido costosísimos. Bush decidió que los pagaran los más pobres así como el desequilibrio de las finanzas públicas y con esas actitudes dejó a su sucesor Barack Obama una herencia envenenada.

No contra un enemigo externo, proveniente no de un Estado agresor o contra el que requiramos prevenirnos, el Gobierno federal mexicano libra desde hace cinco años una compleja guerra, orientada en sus inicios a disminuir la presencia del narcotráfico, aminorar su poder de fuego y a evitar el consumo de drogas ilegales en nuestro País. Nadie puede alegar, en abono de la estrategia gubernamental,, que esos objetivos hayan sido alcanzados. Ni siquiera nos hemos aproximado a ellos. Y eso no obstante el Estado persiste en su combate armado a la delincuencia organizada, cuyo mal radica no en que se trate de dar en el blanco sólo a balazos, y no mediante otras tácticas, sino en que el enfrentamiento de ese modo lograría derrotar a las bandas delincuenciales quien sabe cuándo y con qué costos.

Desde distintos miradores y a partir de diversos intereses se ha instado al presidente Calderón a reconocer el fracaso de su modo de lucha y, por lo tanto, a modificarlo. Se ha negado a hacerlo, alegando que no se le ha presentado ninguna alternativa digna de consideración. Y aunque ha aceptado dialogar sobre el tema, parte de la base de que no hay más ruta que la suya. Y no sólo rechaza o desdeña las vías alternas, sin conocerlas a fondo ni evaluarlas, sino que genera un clima institucional agresivo contra los otros poderes, como si éstos actuaran fructuosamente sólo cuando le dan la razón.

Cada quien enfoca como puede la lucha contra la violencia y la inseguridad. Calderón lo hace mudando de domicilio al vocero de su gobierno en la materia, y reclamando a los diputados un gasto crecientemente mayor para las instituciones de procuración y de seguridad pública. Claro que algunas veces esas oficinas pueden ufanarse de logros: no carece de importancia desmantelar la red de telecomunicaciones de Los Zetas en Veracruz, como lo hizo la Armada el jueves pasado, lance en que además logró capturas, lo que no suele ocurrir en episodios como ese. Pero esa es una excepción que confirma la regla, no la regla misma.

Por la ineficacia del sistema para enfrentar la violencia y la inseguridad, han engrosado las capas de inconformes en distintas zonas geográficas y sociales. Proliferan los centros de derechos humanos que concentran su labor en ese terreno, con peligro de sus miembros. Como lo hizo doña Rosario Ibarra de Piedra hace tres décadas y media, cuando transformó sin olvidarlo, su dolor de madre lacerada por la desaparición de su hijo Jesús, en acción colectiva radical, ahora en otras condiciones se multiplican los centros patrocinados por deudos de víctimas, que no se resignan a que sus reclamos sean arrinconados en oscuras oficinas.

El rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, José Narro Robles, se caracteriza por su activismo social en ese terreno. Aprovecha para ello el doble papel que la historia ha deparado a la UNAM. Como vasta comunidad académica. pertenece a la sociedad civil, y es, al mismo tiempo, parte del Estado mexicano, como órgano constitucional autónomo. Eso le ha permitido producir una iniciativa imantada, a la que se adhieren instituciones y corrientes sociales que comprenden el papel de la mayor casa de estudios superiores en el País El Rector animó la realización de una conferencia internacional sobre seguridad y justicia y democracia, de la cual surgieron unos elementos para la construcción de una política de estado en esa materia, que el propio funcionario ha presentado en diversos escenarios, siempre con aquiescencia, aunque en algunos casos se le ha regateado valor y eficacia.

Por su parte, el Movimiento Nacional para la Paz con Justicia y Dignidad ha concretado sus propuestas y dialogado con los poderes del Estado, en reuniones donde no ha faltado la expresión de reticencias. Pero son más los signos positivos que permitirán florecer a esas iniciativas. Se percibió claramente que así será, en la reunión del jueves pasado en la rectoría de la UNAM. Con amplio propósito incluyente, que no ha sido el de la Secretaría de Gobernación, y menos aún con el afán de instigar a unas agrupaciones contra otras, la Universidad Nacional presentó su documento, mecedor de atención más profunda en las instituciones del Estado, a más de 25 organizaciones civiles, muy activas en ese campo.

Luego de participar en esa presentación, el movimiento inspirado por Javier Sicilia se echó a andar de nuevo. Esta vez recorre los caminos del sur. Hoy domingo transita de Guerrero a Oaxaca, donde las víctimas de la violencia y sus familias, requieren el consuelo llevado antes al norte. En Oaxaca, Chiapas y Veracruz los pacifistas abrazarán a los migrantes perseguidos por (casi) todos.