domingo, 8 de mayo de 2011

La marcha de los agravios.

Un domingo como hoy, hace cinco semanas, Javier Sicilia se hallaba en Manila, la capital de Filipinas, invitado por el Instituto Cervantes, que promueve la lengua española por todo el mundo y convoca a hacerlo a notables escritores. Sicilia lo es. Hace apenas dos años recibió el Premio Nacional de Poesía, una presea muy valiosa, que antes fue para Juan Bañuelos, José Emilio Pacheco, Eduardo Lizalde, Coral Bracho y Hugo Gutiérrez Vega, entre otros.

El lunes 28 de marzo una noticia negra arrancó a Sicilia de la constructiva y placentera labor a que había sido llamado a aquel archipiélago del Pacífico. Su hijo Juan Francisco, Juanelo, había sido asesinado. Cuando pudo llegar, el poeta conoció los pormenores de la situación. Su hijo y tres de sus amigos y vecinos, a los que Javier Sicilia conocía de cerca, habían sido levantados en un bar de Cuernavaca en que terminaban su asueto dominical y junto con tres personas más fueron asesinados. Sus cadáveres se amontonaron en un vehículo que fue abandonado en el colindante municipio de Temixco.

Sicilia, que no ha sido hombre de silencios, ni como poeta se ha recogido en su constante diálogo con Dios, gritó en demanda de justicia. Y encontró que al conjuro de su voz resonaban innumerables ecos, no sólo de quienes se solidarizaron con él y los familiares de las otras víctimas, sino de los deudos de muchas otras personas asesinadas, desaparecidas, vejadas, abandonadas, desoídas en todo el País. La condensación de esos pesares, de esa indignación dio lugar a la Marcha Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad que hoy concluye en la Ciudad de México, tras su inicio en Cuernavaca el jueves pasado.

Se unieron de inmediato a Sicilia, en su reclamo de justicia, los protagonistas de movimientos y acciones con los que se ha identificado. Como una nota singular en su ejercicio periodístico, invariablemente sus textos terminan con un alegato por demandas civiles antiguas o vigentes en su hora. En un ejemplo tomado al azar, cuando en junio de 2009 anunció que anularía su voto, como parte de un movimiento de reproche a los partidos políticos, en el párrafo final de su texto se leía como era y es usual: “Además, opino que hay que respetar los acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca”.

Aludidos en esas líneas, los zapatistas se manifestaron ayer en San Cristóbal de las Casas. Su demanda y la de Sicilia no se ha satisfecho: los acuerdos de San Andrés Larráinzar, que debieron ser la base para la reforma constitucional en materia indígena a que se comprometió el presidente Fox en el primer momento de la alternancia, siguen sin cumplirse. En cambio, los presos de Atenco y de la APPO fueron liberados y muchos de los integrantes de esos movimientos están en la marcha o en las marchas locales que se multiplican en este domingo. Ulises Ruiz sólo salió del Gobierno de Oaxaca al concluir su espurio mandato, pero lo hizo a golpe de votos, derrotado su autoritarismo por el empuje de la sociedad civil.

En torno de Sicilia y la marcha que encabeza se ha reunido un abigarrado conjunto de personas y agrupamientos. Se expresa así una suma de agravios, algunos de los cuales fueron conocidos y otros que brotaron a partir de la convocatoria misma. Surgieron de este modo a la luz pública madres llorosas cuyos hijos desaparecieron o fueron asesinados sin que nadie prestara atención a sus denuncias. Resumen en su quebranto el de las familias de los desaparecidos en San Fernando y en Durango cuyos cadáveres aparecen en fosas clandestinas. Antes de su asesinato, habían sido privados de su libertad, en cualquiera de sus modalidades: los levantaron delincuentes que después los ultimaron, los secuestraron otros bandoleros en demanda de una recompensa por un rescate imposible de pagar, los capturaron al margen de la ley agentes de la autoridad que no los consignaron a jueces que los procesaran. Nadie averiguó qué pasaba con esas personas cuyo destino se volvió incierto, ignorado su paradero por los suyos. Muchos de esos deudos se acercan hoy tímidos y temerosos a los servicios médicos forenses para identificar entre despojos congelados los que correspondan a sus familiares. El número de los reclamantes es mayor que el de los cadáveres hallados hasta ahora.

Esa vasta representación del dolor nacional protesta contra la violencia criminal, cualquiera que sea su origen, que los ha crucificado. Vienen de Sonora algunas madres, algunos padres de familia de los 49 niños que murieron quemados o asfixiados en la Guardería ABC en Hermosillo. Dentro de un mes, cuando se cumplan dos años de ese crimen imperdonable, esos deudos enjuiciarán a las autoridades que con sus omisiones y abusos construyeron el escenario en que sus hijos murieron. Comparten con Sicilia el supremo dolor que ni siquiera puede expresarse: Ha recordado el poeta que quien pierde a sus padres padece orfandad, y viudez quien se queda sin su compañero de vida. Pero no hay palabra que designe a quien pierde un hijo, así de contraria a la naturaleza es la muerte de quien debió en su momento enterrar a sus padres.

Están asimismo en la marcha, procedentes todos de Chihuahua, las familias Le Barón, Reyes Salazar, Escobedo. Sus casos son, si cabe, más graves que otros cualesquiera. Porque los muertos que lloran hoy, por cuya suerte protestan, pidieron justicia ante agravios previos, ante intentos por impedir que la impunidad fuera el desenlace de sus exigencias. Por añadidura, una operación canalla, que para difundirse requiere de plumas podridas, insiste en decir que los Reyes Salazar no defendían derechos humanos sino que son voceros de narcotraficantes. De la misma mano ha brotado la infamia que reduce el asesinato de Juan Francisco Sicilia y las seis personas con las que murió a un mero pleito de cantina.

Marchan al lado de Sicilia, o se unirán a su caravana la tarde de hoy en la Plaza de la Constitución, hombres de la Iglesia a que pertenece el poeta pero cuyas miserias ha denunciado. El padre Alejandro Solalinde trae, con su presencia, la de los migrantes centro y sudamericanos que antes de llegar a la tierra prometida tienen que cruzar el infierno mexicano. Indefensos y marginados, pueden desaparecer a miriadas, como de hecho ha ocurrido sin que la acción estatal sea eficaz para rescatarlos o castigar a sus captores. El obispo de Saltillo, don Raúl Vera, representa a su vez a otro género de asesinados, los que mueren por la negligencia combinada por la avaricia o la búsqueda del lucro a cualquier precio.

Había expresado su solidaridad con Sicilia ya antes del tres de mayo, en que el estallido de un pocito en la región carbonífera de Coahuila mató a 14 personas. Aunque esa comarca no pertenece ya a la Diócesis de la capital coahuilense, don Raúl no ha dejado de prestar su patrocinio a los deudos de otra explosión, la de Pasta de Conchos el 19 de febrero de 2006, que cobró la vida de 65 personas, cuyos cadáveres insepultos yacen bajo los escombros de una mina que trabajaba al margen de la ley no obstante pertenecer a un poderosos grupo económico.

La tragedia de Pasta de Conchos debió significar el límite de una situación insostenible, la de la explotación de carbón mineral en Sabinas y otros municipios coahuilenses. Es verdad que se trata de una las operaciones industriales de mayor riesgo (por la asociación del gas metano al carbón) que, sin embargo, puede ser controlado con adecuadas medidas de seguridad. Pero la impunidad que siguió al homicidio sirvió de aliciente a quienes explotan las minas al mismo tiempo que a los mineros.

Decenas de personas han muerto desde aquel infausto suceso. Ya eran infortunados por tener que aceptar condiciones laborales infames, en tiros abandonados, conocidos como pocitos de los que se puede arrancar mineral sólo a bajo costo. La inspección del trabajo, rala y casi ausente, finge no percatarse de lo que ocurre en esas horadaciones, todas tumbas en potencia. Por eso repugna la hipocresía del secretario Javier Lozano, colocado en primera fila ante las cámaras como si deplorara muertes que, entre otros factores, el cumplimiento de funciones de su secretaría pudo haber impedido.