Un nuevo riesgo, el hostigamiento social consentido, fruto de una sorda xenofobia, asomó su horrible rostro en las rutas de los migrantes centroamericanos hacia Estados Unidos, de suyo erizadas de obstáculos. Como primer resultado del acoso comunitario, un joven guatemalteco fue asesinado en circunstancias tan terribles como inaceptables, y un albergue tendrá que cerrar sus puertas y ser instalado en otro lugar.
Tultitlán es un centro de confluencia ferroviaria en el estado de México, hoy ubicado a la vera de la autopista México-Querétaro, pero al que se puede llegar también desde Ecatepéc y Tlalnepantla. Es uno de los suburbios surgidos o hechos crecer por la industrialización mexiquense de mediados del Siglo XX. Allí se edificó un templo a san Juan Diego, con motivo de su canonización, hace pocos años. Y adosado a él, en lo que fue su salón parroquial, funciona desde enero de 2009 un albergue para migrantes, uno de los 43 que ha esparcido por el país una oficina del Episcopado mexicano, la dimensión pastoral de la movilidad humana.
El refugio para migrantes hace observar reglas rigurosas para el adecuado cumplimiento de su cometido. Sólo admite a pasajeros por cuarenta y ocho horas. Se les proporciona alimentación, lavado de ropa, instalaciones sanitarias donde asearse y evacuar sus cuerpos, así como llamadas telefónicas gratuitas a los Estados Unidos, para que mantengan contacto con quienes los esperan allá. Deben observar un comportamiento respetuoso a los demás, que en general es cumplido sin problema.
Pero cada día más el albergue se ve excedido en sus posibilidades de ofrecer sus servicios humanitarios. Sólo cuenta con cuarenta camas, y decenas de migrantes más tienen que dormir en colchones sobre el suelo, pues ha habido temporadas en que demandan auxilio hasta trescientas personas al día. Los que cumplen el plazo de alojamiento y no pueden continuar su camino, o aquellos para los que ya no hay cupo, forman un cinturón de miseria alrededor del refugio. En torno de ellos, que viven con mayor precariedad que los hospedados, se activa un mercado de personas. Hasta allí llegan polleros a cuyo ilegal servicio se acogen los más desesperados y los que pueden reunir la cantidad mínima, el enganche exigido para su traslado. Hasta allí llegan también los agentes de la Policía municipal a extorsionar a los que duermen en la calle, o en los patios del ferrocarril que ahora son propiedad privada. El espectáculo no ha de ser edificante, y los lugareños se quejan no sólo de la fetidez que emana de los campamentos improvisados, sino también de la conducta de los desgraciados entre los desgraciados, a quienes acusan de cometer delitos y de faltar respeto a los transeúntes. En más de un sentido, las afueras del albergue, y sus inmediaciones se convirtieron en asiento de apestados.
No es imposible que entre los migrantes se incluyan delincuentes o personas inclinados a cometer ilícitos para sobrevivir. Los migrantes no son ángeles, sino en general personas necesitadas de trabajar, seducidas por el sueño americano. Julio Fernando Cardona Agustín, guatemalteco de 19 años, era uno de ellos. Como pedigueño en Tultitlán, reunió el sábado seis de agosto algunos pesos, para reemprender el camino. Pero, al parecer eligió gastarlos con amigos bebiendo cerveza (como lo relata Rolando Herrera en su excelente reportaje en Reforma de ayer).
Ya eran las primeras horas del domingo siete cuando volvía a las cercanías del refugio, donde pernoctaría. En el camino fue interceptado por los agentes municipales de la patrulla 203. Otros muchachos como Cardona lo acusaron de haberlos asaltado, y exigieron su detención. A la mañana siguiente fue descubierto el cuerpo del migrante guatemalteco, asesinado a golpes. Puesto que hubo testigos de su detención, se supuso que los agentes municipales lo habían ultimado. Pero al parecer el desenlace es todavía peor. Acaso envenenados por el ambiente hostil contra los migrantes, los denunciantes decidieron hacerse justicia por propia mano: “compraron” a Cardona, es decir pagaron mordida a los policías captores y se quedaron con el detenido. Por quinientos pesos lo tuvieron a su disposición. Y lo asesinaron brutalmente.
Ha ido configurándose un espeso clima de encono contra los migrantes, en una porción del vecindario, y entre autoridades, como el Presidente Municipal priísta. Quizá también en el personal de la empresa Ferrosur. El hecho es que el tres de julio una tropa armada, con uniformes negros que ostentan las siglas de las policías federales, allanó el albergue y pretendió llevarse a refugiados allí y hasta a personas que trabajan en la casa Juan Diego. Llegaron a bordo de vehículos de la empresa ferroviaria. Esta compañía y otras, resultado de la privatización ejecutada por el presidente Zedillo –que luego aceptó un asiento en el consejo de administración de uno de consorcios norteamericanos beneficiarios de su decisión de vender esa porción del patrimonio nacional -han dado muestras de su hartazgo por el fenómeno migratorio en que cumplen un papel de modo involuntario. Alguna de esas empresas ha modificado la configuración de los vagones de su propiedad para imposibilitar que los aborden migrantes.
Los sacerdotes que mantienen el albergue de Tultitlán se han rendido. Su primera posición fue resistir y permanecer allí. Pero ahora acordaron el traslado del refugio. No han sido escuchados por su feligresía: “Todo lo que hagan a estos pequeños me lo hacen a mi”, enseñó Jesucristo.