lunes, 25 de abril de 2011

Calderón y Juan Pablo II.

El presidente Calderón no encabezará la fiesta del trabajo el próximo domingo. No se le puede criticar que prefiera encontrarse con Benedicto XVI que con Joaquín Gamboa Pascoe, Víctor Flores e Isaías González, jefes del obrerismo oficial. Pero asistir a la ceremonia de beatificación de Juan Pablo II no sólo es impropio del jefe de un Estado laico, sino que contraviene la ley. Calderón se asemejará a José López Portillo cuando antes de recibir en Los Pinos al Pontífice polaco, preguntó retóricamente de cuánto era la multa porque su invitado oficiara allí una misa, y muy orondo anunció que él la pagaría.

El profesor Enrique Olivares Santana, secretario de Gobernación entonces no insinuó siquiera que abriría el expediente para castigar la falta presidencial. En cambio, vencido su jacobinismo por la fuerza de la conveniencia política aceptó ser embajador en Vaticano. Pero la legislación vigente entonces era vetusta e inoperante, y la que ahora rige la relación del Estado mexicano con las iglesias tiene al menos el mérito de la juventud. No llega todavía a veinte años, aunque las muchas vulneraciones que sufre la haga aparecer mucho más vieja, así de maltratada está.

El Artículo 25 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público establece sin lugar a dudas que las autoridades “no podrán asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público, ni a actividad que tenga motivos o propósitos similares”. La visita presidencial a Roma corresponde exactamente a la conducta descrita en este ordenamiento, y por lo tanto Calderón lo viola a sabiendas.

La casa presidencial pretendió disimular la violación a la ley al anunciar la visita de Calderón al Vaticano. Dijo que “en respuesta a una invitación diplomática, el Jefe del Ejecutivo (sic, por no saber que siendo un poder unipersonal el Presidente no tiene jefe, sino que él mismo es el Ejecutivo) realizará una visita oficial a la Santa Sede para asistir el primero de mayo próximo a la ceremonia de beatificación del Papa Juan Pablo II, a realizarse en la Plaza de San Pedro en la Ciudad del Vaticano”.

No se puede engañar a nadie con ese razonamiento. La beatificación no es un acto que corresponda a las relaciones diplomáticas entre el Estado mexicano y la Santa Sede. Es un acto litúrgico, eclesiástico, religioso, organizado por la Iglesia Católica cuya cabeza es el propio Jefe del Estado vaticano. Pero el papel dual del obispo de Roma es claramente discernible: es uno cuando se codea con sus iguales, los jefes de Estado y de Gobierno con quienes mantiene relaciones, y es otro cuando reúne a esos dignatarios para que atestigüen un rito en que los católicos todos, incluidos los funcionarios de alto nivel invitados, son feligreses, súbditos de un jefe cuya autoridad no pueden discutir.

No es un tiquismiquis de jacobinismo trasnochado el que me hace cuestionar el viaje presidencial. No padezco esa deformación del ánimo. Pero al mismo tiempo me parece que es debido reparar en la conducta pública del Presidente, aunque parezca limitarse a su mundo personal. Es comprensible que abrumado por las vicisitudes nacionales, especialmente la violencia criminal, que le causan doble desasosiego, por el fenómeno en sí mismo y por la exigencia ciudadana de que rinda cuentas acerca de ella, Calderón ansíe y disfrute espacios de menor tensión como los que le depara su ejercicio diplomático en la cumbre. Pero un Presidente es como el capitán de un barco y el que le corresponde conducir, si bien no está en riesgo de zozobrar e irse a pique, navega entre olas embravecidas cuya furia pueden causar un naufragio. Abandonar el timón no es una actitud responsable. No lo fue el que asistiera el año pasado a la Copa del Mundo de Sudáfrica y no lo será acudir a este nuevo divertimento que será la magna puesta en escena de la que el muy terrenal Juan Pablo II saldrá convertido en beato.

Una de las dolencias que afectan a la sociedad mexicana es su desconocimiento cuando no su desprecio por la ley. El propio Calderón ha advertido sobre la necesidad de imbuir a los mexicanos la cultura de la legalidad de que adolecemos. Debe dar ejemplo, por lo tanto, de riguroso apego a la norma, no situarse encima de ella. La ley que le impide ir a misa, así sea una solemnísima, no admite excepciones.

Además de darse un gusto personal al viajar a Roma, pues notoriamente admiraba al Pontífice en trance de ser santo (al punto de que su hijo mayor lleva ese nombre), parecería que Calderón quiere reforzar su liga con la sociedad católica. Por eso el anuncio de su visita interpreta su decisión como un refrendo de “la profunda cercanía de millones de mexicanos” con aquel Papa, y “la especial vinculación que cultivó con nuestro pueblo durante su pontificado”.

Pero al buscar congraciarse con los católicos que festejarán la beatificación, el Presidente acaso ofenda a un importante sector de la República a la que gobierna. Por un lado, no son pocos los católicos que deploran llevar a los altares al protector de Marcial Maciel, cuya comprobada pederastía es tan grave como otros de sus pecados. Y, por otro lado, el censo ha establecido que un porcentaje creciente de mexicanos no son católicos, a los que acaso agravia la ostentación religiosa del Jefe de Estado, por la inequidad que puede representar respecto de sí mismos y sus iglesias. Al panista de cepa que es Calderón le haría bien recordar que Humberto Rice, fiel panista si los ha habido, renunció al partido ante los excesos de Fox en este campo.