viernes, 8 de abril de 2011

¡Ya basta!, pero sigue.

Mientras decenas de miles de personas proclamaban en las plazas públicas de casi todo el País su repudio a la violencia criminal, ésta siguió su curso, desatenta a la protesta ciudadana. Ochenta y siete personas perdieron la vida a manos de agresores, y engrosaron la vasta nómina de quienes han muerto en conexión con la delincuencia organizada en lo que va del sexenio.

En San Fernando, Tamaulipas, un lugar que perdió su sitio en la geografía económica donde brillaba por su producción rural, y lo ganó por los crímenes ocurridos en su territorio, hubo un nuevo hallazgo macabro. En agosto pasado se encontraron allí los cuerpos de 72 personas, migrantes centro y sudamericanos que fueron ultimados por móviles todavía no esclarecidos. En varias fosas, ahora sumaron 59 los cadáveres, que quizá sean los de pasajeros secuestrados en el autobús en que viajaban el 25 de marzo. Temerosas de la reacción internacional -que ha sido severa con México en foros de las Naciones Unidas en los días recientes-, las autoridades mexicanas se apresuraron a diagnosticar que esta vez no se trata de migrantes. Parecería que las alivia la oriundez mexicana de las víctimas. Si procedieran del exterior, sus gobiernos, aun los puestos en entredicho como el de Honduras ejercerían presión sobre el mexicano para que no cierre la indagación sin siquiera hacerla avanzar. Si los asesinados nacieron aquí, es poco probable que se condense una exigencia social suficiente para hacer que se muevan los mecanismos de indagación ministerial. En Tamaulipas, cuyo ex gobernador Eugenio Hernández aparece mencionado como alegre participante en el jolgorio de la toma de posesión del nuevo Gobernador de Quintana Roo, la eficacia de la procuración de Justicia es nula para todos. Hace ocho meses fue muerto a tiros el candidato priísta a Gobernador de esa entidad. Ni siquiera porque su hermano ejerce ahora esa responsabilidad ha sido posible esclarecer el crimen que arrebató la vida a Rodolfo Torre Cantú.

La vasta movilización del miércoles busca no sólo que se hagan luces sobre el homicidio de siete personas cuyos cadáveres fueron hallados el 28 de marzo en la conurbación de Cuernavaca. Se trata de reforzar, desde abajo, la exigencia social para que el Estado cumpla los deberes de que parece haber abdicado. Nadie culpa a los funcionarios de ser causantes directos de la muerte violenta. Hay autores de esos homicidios, que deben ser perseguidos, localizados, aprehendidos y sancionados. Pero es justa la indignación ciudadana contra los gobiernos de los tres niveles incapaces de impedir mediante la prevención que se cometan delitos, e incapaces de punir a los responsables. En la medida en que su abstención los hace cómplices, la demanda pública de justicia los iguala.

Además de su ineptitud, los funcionarios que deberían garantizar la tranquilidad ciudadana –que es un bien público cuya gestión es obligatoria para el Estado, como lo es el aprovisionamiento de agua o el servicio de educación básica y media- carecen también de sensibilidad. El zar policiaco mexicano, Genaro García Luna, hace cuentas alegres que lo eximen de responsabilidad. Fiado en la experiencia de ciudades norteamericanas y colombianas que padecieron gran violencia, calcula que la que aquí atosiga a los mexicanos empezará a ceder hacia 2015, pues se requieren siete años para que maduren las iniciativas de prevención y represión. Para esa fecha, si no ha sido procesado, el entonces ex Secretario disfrutará de los caudales de que se ha hecho en los fructíferos años en el servicio público. Aunque también podría ocurrir a este País la enorme desgracia de que ocupara todavía puestos de alta responsabilidad frente a la delincuencia. Ya probó sus capacidades de adecuación a circunstancias cambiantes cuando Transitó de la Policía Federal del tiempo de Zedillo a la Policía Judicial Federal de la era de Fox y a la Secretaría de Seguridad Pública con Calderón.

Javier Sicilia, que por su condición pública previa y por ser padre de una de las víctimas del 28 de marzo, ha puesto el poder de su voz y de su pluma al servicio de una causa que le concierne pero lo rebasa. Encabezó la marcha de anteayer en Cuernavaca y presidirá el plantón instalado en el zócalo de esa ciudad hasta el miércoles próximo. Se espera que ese día trece hayan sido detenidos los ya inculpados asesinos de su hijo y seis personas más. De no ser así las pequeñas o multitudinarias expresiones de protesta se concentrarán en la Ciudad de México. Se trata de no incurrir en la desmovilización que siguió a las marchas ciudadanas de 1997, 2004 y 2008, motivadas también porque el execrable crimen organizado mató a jóvenes cuyas vidas eran tan valiosas como las de miles de víctimas por cuyo trágico destino nadie se ha movido.

El presidente Calderón convocó a Sicilia a Los Pinos, en horas previas a las marchas de anteayer. Si alguien supuso que ese encuentro atemperaría el rigor de la protesta del miércoles, se equivocó. El poeta en huelga no depuso la contundencia de su denuncia ni de su exigencia. Hemos de creer, en cambio, que Calderón ha aprendido a moderar sus reacciones frente a crímenes relevantes y en vez de condenar a sus víctimas, como hizo con las de Villas de Salvárcar, en enero del año pasado, ahora entiende la necesidad de padecer con los deudos, como lo ha hecho su esposa Margarita Zavala y, sobre todo, de asegurar que la participación federal en la investigación ministerial conduzca al resultado exigido.